¿Se insultan los animales, nuestros compañeros de planeta y
parientes?
La respuesta es no –al menos
que sepamos. Tal vez nuestros primos
primates sí, pero quién sabe. Se conoce
de una variedad de macacos que al sentirse amenazados usan sus propios
excrementos para ahuyentar al intruso (se cagan en la mano y luego te lo
arrojan), pero resulta dudoso imaginar que lo hagan a modo de afrenta a la
dignidad, como sería el caso entre nosotros.
Lo más probable es que no tengan nada mejor a la mano y si en los
árboles crecieran piedras nos lapidarían con ellas gustosos en lugar de
embarrarnos de mierda. O quizás su caca
contenga algún repelente ¿quién sabe? Como
el orín de los zorrillos, un arma defensiva muy eficaz. El caso es que ellos, los animales, no saben insultar:
sólo agreden o se defienden.
Convengamos entonces
que el insulto es otra de nuestras prerrogativas y exclusividades humanas, como la
contaminación ambiental y las tarjetas de crédito : Homo
sapiens, Homo ludens, Homo insultantis (?). Aunque
para hacerlo empleamos fundamentalmente las
palabras, también nos insultamos mediante una batería de gestos puntuales, más
o menos compartidos por las diversas culturas: bofetadas, escupitajos, sacar
la lengua, hacer la peineta, etc. Algunos
son tan universales que los representamos en la web con un emotricon. Es el caso de dar el dedo, el del corazón (que nada tiene que ver aquí con esa noble víscera). Otras variantes de lo mismo son más
regionales, como el rotundo “corte de manga” a la italiana y la muy explícita “higa”, donde el pulgar --obsceno
y juguetón-- asoma por entre los intersticios
del puño cerrado. O el gesto a dos manos
acompañado de un sonoro YESSSS con el que nuestros jóvenes celebran cualquier
triunfo ---no hay más que mirarlos para
entender qué representa.
En esto del significado regional versus universal, hay algunas importantes discrepancias de
significado cultural que pueden resultar harto peligrosas. Se me ocurre un
ejemplo particularmente notable. Hemos
visto en la película “Braveheart” como las huestes de aguerridos escoceses que luchaban contra el
rey Eward “Longshanks” de Inglaterra en el
siglo XIII (resentidos antepasados
de los que hoy perdieron el plebiscito de marras) se mofaban del enemigo
mostrándole el culo. Gracias sin duda a
la facilidad con que podían alzarse el “kilt”, inventaron el “mooning”, ese equívoco gesto de
agravio que en otros lares constituye una provocación de muy distinta
índole. Más bien una invitación, un
convite gay a lo que en la jerga de los servicios sexuales en la página de clasificados se
conoce como “griego”. Fuera de los ámbitos de la cultura anglosajona se debe
ejercer mucha cautela con este gesto. Tampoco se aconseja emplearlo en la cárcel
--quede advertido Mel Gibson por si alguna vez cae preso. Aun en la época de Braveheart dudo mucho que a otro guerrero que no usara
falda escocesa se le hubiera ocurrido
jamás desafiar a su enemigo de tan extraño modo O tal vez sí, pero con otro propósito. El equivalente para nuestra cultura
mediterránea de aquella chunga masculina
sería un gesto, si se quiere, inverso.
El macho de estas menos frígidas regiones se agarra el paquete con ambas manos,
adelanta la mandíbula y lo ofrece a su enemigo con un golpe de pelvis a lo Elvis (Presley). ¡Toma de aquí! Pero jamás se agacha, ni para recoger el
jabón.
Pero lleguemos por
fin a las palabras. Esas armas arrojadizas verbales que lanzamos a los otros
para insultar no son meramente actos de agresión o defensa, como sucede en el
reino animal; también responden una necesidad de humillar al adversario y herirlo en su dignidad. Es un acto
eminentemente social, como lo es la lengua misma en que se expresa, y para lograr su objetivo es necesario entendernos. Tanto el emisor como el receptor – ofensor y
ofendido respectivamente--- deben compartir todo un sistema de sobrentendidos
más allá de las palabras: una cultura común, requisito indispensable para su
eficacia. Los insultos que
intercambiamos a diario con el prójimo resultan inofensivos si éste no comparte
el mismo subconsciente colectivo
---igual que sus hermanos mayores, los maleficios y conjuros de la magia
negra Ya podían los hechiceros de Shaka
Zulu lanzar su más poderoso fufú
contra las tropas británicas, lo que no impedía que estos siguieran
masacrándolos alegremente con el fuego cruzado de sus fusiles de repetición. Así,
no tendrá mucho efecto llamar cabrón
a un francés o a un escandinavo porque en su cultura la dignidad y el honor
masculinos no están dramáticamente ligados a la fidelidad conyugal de sus consortes ---como sucede en el mundo hispano
tradicional, por ejemplo, o el mundo árabe.
A un amigo mío, holandés, de paseo en Puerto Rico, le gritaron “cabrón”
desde un coche por ir despistado en la carretera y provocar un tapón. Cuando le expliqué lo que significaba le hizo
mucha gracia. “¡Pero si yo ni siquiera soy casado!” comentó con candorosa
ingenuidad. De igual modo, un insulto chino
como cao ni züzöng shibà dai (maldigo a tus ancestros hasta la décimo-octava
generación) caería en el vacío en sociedades con gran movilidad como los
Estados Unidos, donde la mayoría de las personas nada más se acuerda de sus
familias el día de Thanksgiving y
sólo maldice a los ancestros (los suyos propios) si le toca pagar la cuenta del
geriátrico.
Resulta evidente,
también, que los insultos necesitan formular algún tipo de blasfemia para tener mordida, y su fuerza dependerá del lugar que
ocupe en el imaginario colectivo establecido aquello que se envilece ---lo que
cada cultura tenga en más alta estima o por sagrado. Si no fuera España un
bastión tradicional de la religión católica, es improbable que los españoles dijeran
que se defecan en la Hostia, en Dios o en la Virgen cuando se enfadan. De igual
modo, si no estuviera tan valorada la gastronomía en la cultura china, dudo que
pudiera existir existir un “taco” que
remita tanto al barroquismo culinario como llamar a alguien ow lun jhew hai (verga de un buey
guisado en la vagina de una marrana).
Un somero recorrido
por los tacos, palabrotas e insultos de uso en diferentes culturas nos brinda una
instantánea, en negativo, de su idiosincrasia visceral más profunda ---así como de algunas de sus peculiaridades y
circunstancias. Propongo enfáticamente su
estudio como requisito para el programa de intercambio universitario europeo
Erasmus. “PROFANITIES 101” --en inglés, lingua
franca de nuestros días.
A continuación van algunas joyas de la
inventiva popular, barajadas al azar.
Comenzaré por mi lengua materna, el húngaro o magiar, una lengua no
indoeuropea que llegó a Europa alrededor del siglo IX, a caballo. Este dato es importante por lo que
sigue. El insulto
más común en mi dulce patria de nacimiento es Lófasz a seggedbe ---tan
común que hasta se abrevia con siglas por escrito--- cuya traducción en
lenguaje formal sería “pene de caballo
en tu ano”. Evidentemente, el pasado
ecuestre de aquellos que asolaron la cuenca del Danubio hace más de mil años
sigue vivo en el genio de la raza magiar: LFS.
Cuenta la leyenda que una parte de los
invasores siguió hacia el norte y se estableció en lo que hoy es Finlandia. En suomi
kieli, su lengua ugro-fínica emparentada con el magyar, tampoco faltan palabrotas de grueso calibre que abren
pequeñas ventanas a su particular experiencia de pueblo pastor confinado a
aquellas heladas latitudes. Le mientan a uno la madre diciendo Altisi nai poroja (que fornica con un reno), y
para mandar a uno “pa’ buen sitio” tienen una expresión surreal:
Sukski vittuum (métete esquiando
en una vagina).
De todas las
sorpresas que me deparó mi modesta investigación, sin embargo, ninguna como el
caso de los Inuit (llamados en tiempos
de political
incorrectness “esquimales”). En su
lengua, el Inuttitut ¡no existen las
palabrotas! Según el White Bear’s blog,
ninguna palabra se considera, en sí misma, tabú o malsonante. Todas se emplean en forma completamente
neutral en la vida cotidiana, reducidas a su pura función denotativa. Y no es que pequen por omisión. Por el
contrario algunas palabras son sumamente elocuentes, más que las nuestras si se
quiere. La palabra “esposa”, por
ejemplo, tiene la misma raíz que el verbo copular, fornicar, unirse sexualmente
---y me pregunto si será cierto aquello de que ofrecían la doña a los viajeros
como una forma de hospitalidad. Los
Inuit cuando se enfadan en lugar de maldecir recurren a los gestos y a los tonos
de voz, no a las palabras. O si no, los
de nueva generación echan mano… ¡al inglés! Unos misioneros preocupados por la
contaminación de sus buenas costumbres les sugirieron el esperanto, pero fue en
vano. De todos modos no hubiera hecho
una gran diferencia: los jóvenes Inuit estarían diciendo Fiku vin! en lugar de lo que ya sabemos –muy poca imaginación la de
los esperantófonos (?)
En fin, la lista de
curiosidades a la hora de decir palabrotas parece interminable y gran parte de
ellas se renueva con cada generación. Casi siempre consisten de juegos de
palabras y sustituciones metafóricas donde cuyas claves remiten a un determinado
imaginario cultural. Un insulto en chino
cantonés es llamarte 250, er bai wu, la mitad de una antigua unidad de medida
equivalente a 500. O sea, que te falta
un hervor y no te enteras, que eres tarado –- half baked en inglés. Otro es llamarte “huevo de tortuga”, Wang bä dàn ---que nada tiene que ver en
este caso con la lentitud del quelonio en cuestión. El insulto se fundamenta en la creencia de que
las tortugas se reproducían por generación espontánea; ergo, sus huevos no
tienen paternidad conocida o, peor
todavía, sus padres son legión. Ya vemos
por dónde va la cosa… Si le agregamos la
salivosa imagen mental que conjura (para los chinos) la cabeza de dicho animal
entrando y saliendo de su caparazón, entenderemos la magnitud de la
injuria. A pensárnoslo dos veces,
entonces, antes de comprar unas tortuguitas de mascota para nuestros niños.
En Brasil piranha es uno de los nombres de la
prostituta, como lo era lupa en la
antigua Roma (¿memoria incestuosa de
Rómulo y Remo tal vez?), y giro para los romanos de hoy. En quechua un pintoresco insulto es “boca de
vagina” (shupi simi); en la lengua guaraní
de Paraguay mientan de mala manera el pene del jaguar, jaguarembó (hoy en peligro de extinción --el animal completo, no sólo
su pene); los japoneses, grandes inventores de palabras específicas, tienen una
(que no recuerdo ahora) para el testículo que cuelga más abajo del otro; en el cockney
de London se sustituyen las palabrotas por su rima (merchant banker por wanker,
Tom Tit por shit); en húngaro ensartan largas imágenes blasfematorias en
poética sucesión, Verje az Isten a
csillag szóró faszát a kurva anyád büdos gecis picsájába (translation not
availabe); las lenguas germánicas se
ensañan con el orificio anal (arschloch/asshole
y variantes) mientras el francés todo lo resuelve con un escueto con -- a menos que en un arranque de lirismo se decida por espece de branleur de chiens morts o cuillon de la lune.
“Vistos de cerca, todos somos raros.” Esta memorable sentencia de Vinicius de Moraes
que no me canso de repetir me viene aquí como anillo al dedo. No hace
falta salir del ámbito de la propia lengua para toparse con un tesoro inagotable de pintorescas rarezas, grandes equívocos y colosales metidas de pata.
Al llegar a Puerto Rico me tuve que acostumbrar
a que “bicho” es palabra tabú, jamás empleada para designar insectos; así como
mi suegra puertorriqueña, de visita en Argentina, se tuvo que olvidar de “coger”. Y también de su nombre, porque se llamaba
Concha. La hora, si no es en punto,
pierde en Chile su “pico”, y te preguntan “¿cachai?” para saber si comprendiste,
a menos que seas peruano y entendieras que significa lo mismo que en México
“chingar”, que a su vez sólo quiere decir “errar, no dar en el blanco” en Argentina, donde ya
hemos visto que una chica no puede llamarse Concha, ni siquiera Chacón de
apellido porque los porteños hablan al “vesre”.
“Cojudo” es valiente en el Rio de la Plata y un feo insulto en la región
andina; nada significa en el Caribe --donde en cambio “guagua” es autobús, que
a su vez significa” bebé” en amplias zonas
lingüísticas donde “coger” se dice para lo que ya sabemos. En ellas “coger la
guagua” ya sería una aberración incalificable. Jamás pidas una batida de papaya en Cuba ---te
traerán a una jinetera-- ni jugo de china ni capullos en España, aunque sean de
alhelí; ni bolsas ni bollos en República Dominicana, ni te tires de clavado en
Venezuela. ¡Ah! y si te mandan “a hacer puñetas”, fíjate bien en qué lado del
Atlántico estás.
¿Adónde queremos
llegar con todo esto? Ya no lo sé. Pienso que a pesar de tantísima diversidad de
palabrotas en el mundo, en el fondo todo gira con monotemática insistencia en
torno a unos pocos elementos, como un leitmov
de carrillón. Básicamente: blasfemias religiosas; excrecencias, sexo y partes
del cuerpo relacionadas; degradación de lo femenino. El panorama es desolador,
no por lo poco imaginativo, sino porque pone en evidencia lo poco que hemos
cambiado. Si nos dejamos llevar por lo
que dicen de nosotros los insultos, no existe en el mundo una cultura que no
aplique el binomio vencedor/vencido para pensar la relación sexual humana. Joder
es una cosa y que te jodan es lo contrario, aquí y en la China, ahora y
siempre. Nuestro primitivo cerebro
reptiliano sigue vigente y a la primera de cambio se manifiesta en toda su
fealdad. ¿Por qué si no la ineludible recurrencia
del insulto a la madre en todas las culturas?
Ser hijo de la que todos los hombres usan sexualmente envilece más allá
de la invención de la propiedad privada que dijo Engels. Envilece porque convierte al hijo en partícipe de esa suprema
degradación que significa --en lo profundo de las tinieblas de nuestra humana
condición-- ser penetrado. Penetrar sigue siendo el reclamo del
triunfador, como bien lo sabían los generales romanos que erigían fálicos obeliscos
en los territorios sometidos por las armas. Insultar --como hacer la guerra—parece ser
cosa de hombres. Las mujeres también insultan, como no, pero con
expresiones prestadas del vocabulario masculino. Mucho mejor dotadas para las destrezas
lingüísticas (las niñas hablan antes y mejor que los niños), no han
desarrollado, sin embargo, un lenguaje femenino propio para decir tacos. Podían haberlo hecho ---de igual modo que
inventaron el onnarasshii, o “lengua
de mujeres” japonés-- pero eligieron dejar a los hombres esta pueril parcela de
la estupidez humana.
Sirva de consuelo
una reflexión final. En última instancia
---y por más que ricemos el rizo-- hasta los más alambicados insultos, tacos,
blasfemias, injurias y maldiciones están destinados a vaciarse de
significado. Recuerdo a mis alumnos, estudiantes
universitarios en Puerto Rico, cuando les pedía que me dieran la definición de “coño”
y “carajo”, palabras que salpimentaban constantemente su conversación. No tenían ni idea; sólo sabían que usarlas
era mala educación. En raras ocasiones
alguno todavía conocía el significado de la primera, por haber viajado o leído
novelas de otros lares, pero ya en el caso de la segunda el consenso de
ignorancia era total. Los más esforzados
insistían en que “carajo” era un archipiélago de remotas islas en la costa de
África ---el lugar donde iba uno cuando lo mandaban “pal carajo”. Yo les explicaba que era un arcaísmo del
castellano antiguo para el miembro viril, hoy convertido en exabrupto; que la
lengua portuguesa seguía usándolo: o caralho. No me creían ---ni ellos ni mis compañeros profesores. Con esto no quiero decir que fueran brutos
ni nada por el estilo, sólo pretendo ilustrar hasta qué punto se vacían de
significado las “malas palabras”. De hecho,
basta traducirlas a otro idioma o un registro más formal para que recobren su
significado semántico original y caigamos en cuenta de que no son otra cosa que
iconos emotivos, simples botones de rabia para ser pulsados y desencadenar una
reacción. A lo mejor algún día ya no
harán falta y llegaremos, tal vez, al
blanco impoluto de la lengua Inittitut.
Pero cómo! No puedes traducir del húngaro esa larga y poética blasfemia? Hombre, no nos dejes a medias! ;)
ResponderEliminarEl misterio es parte del encanto. Como la misa en latín. Saludos.
ResponderEliminarAltamente instructivo, felicitaciones Kalman.
ResponderEliminarLeonel
Me he leído esto con mucho gusto. Las peripecias de la pobre Concha son particularmente divertidas. A una amiga le pasó algo parecido: Mexicana, ella, fue niñera de una niña canadiense, y a la pobre nena la habían bautizado "Marica", de modo que mi amiga se tenía que inventar apodos cada vez que la llevaba a pasear con el resto de nosotras...
ResponderEliminarCreo que me entristeció un poco que el autor se refiriera al rico paisaje que describe como "desolador". Sí es desolador es que no conozcamos los significados de las malas palabras propias–pero la existencia misma de "malas palabras" debe alegrarnos, aunque si registro se limite a lo violento, a lo sexual y a lo macharrán, al menos en la medida en que reconoce el poder de la palabra, de cualquiera, en este mundo donde el lenguaje parece haber perdido un poco su poder. Bueno, nada, gracias por este texto y con su permiso, que me voy pa'l carajo. --rb