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martes, 14 de octubre de 2014

Apuntes




   Era una breve noticia en la sección de sucesos policiales, pero me  llamó la atención  por el estilo en que estaba escrita.  Se trataba de un doble suicidio o de un asesinato y  suicidio --por amor, afirmaba el titular.  Un matrimonio de ancianos fue encontrado muerto en su residencia por los empleados municipales del recogido de basura en una pequeña ciudad de provincia.  El hombre pendía de una viga del techo, ahorcado con su propio cinturón; la mujer yacía sin vida en la cama matrimonial.  La autopsia reveló que había muerto por sofocación, con la  almohada probablemente, pero el cadáver estaba dispuesto sobre el lecho con amoroso cuidado.  La blanca cabellera enmarcaba el rostro de la anciana como la corola de una flor, escribía el  cronista policial, delatando una frustrada vocación literaria.
   Recorté  el artículo y lo guardé junto a la entrevista con el  doble de Sadam Hussein,  que también me llamó la atención esa mañana de domingo,  en el cartapacio  donde suelo almacenar la miscelánea que se me va presentando día a día y que de alguna manera  habrá de servirme, pienso, para mis futuros proyectos de escritura. En general, nunca uso nada de esa basura, ni siquiera la releo, y cuando lo hago ya no sé  por qué se me ocurrió guardar esos recortes. Fuera del contexto del  momento de su lectura, casi siempre carecen de todo interés.  Es durante mis períodos de inacción literaria –que son los más, debo confesar, nunca pude convertir a mi escritura en una respiración cotidiana—cuando mayor cantidad de basura guardo.  Quiero pensar en estos angustiosos lapsos de inactividad externa como necesarios ciclos de acumulación de energía y creatividad, a la manera de los ratones que construyen sus nidos con papeles triturados para parir sus crías.  
  Ahora  que escribo esto de los ratones recuerdo que en medio de mi segunda ruptura matrimonial me transporté  a la época de mi primera ruptura (así funcionan los vericuetos de la memoria), cuando en efecto descubrí un nido de ellos debajo del fregadero de la cocina en el minúsculo apartamento de la Calle del Cristo en el Viejo San Juan donde vivía en aquél tiempo.  Estaba hecho con las tiras deshilachas  de las páginas  de mi próxima novela en gestación y al desbaratar el nido con el mango del plumero pude reconocer los restos de mis palabras trituradas por los dientecillos de la ratona, en pleno proceso de gestación ella también. Lo de recortar artículos y guardarlos en una carpeta  puede convertirse en una verdadera obsesión, que desarrollo cuando quiero contar una historia y no puedo.  Entonces leo incansablemente, recorto y guardo, pero es por evadir  el momento de parir ratoncitos. 
   Acabado de guardar el artículo del suicidio por  amor de la pareja de viejos, me entró la devastadora sospecha de esta segunda posibilidad.  ¿Qué podría posiblemente tener que ver esta noticia con los caminos que yo estaba buscando dentro mío para contar mi historia?  Necesitaba un acto de fe ciega para validarme en la convicción de que sí tenía que ver;  de que, misteriosamente, aquella breve noticia me estaba indicando un camino para la historia que quería contar y no podía.  De modo que me senté frente a la Olivetti que tenía en aquel entonces y la escribí, triturando yo también las palabras originales del recorte de prensa entre mis dientecillos, como había hecho la ratita con las mías para construir su nido. Este micro-relato fue el resultado:

Anís con soda

     Ella le llevaba doce años, pero los dos eran viejos y se amaban como si no tuvieran edad o acabaran de nacer a la vida.  Vivían solos en una casa con balcón en un pueblo cercano a una ciudad de provincia y tenían un canario y un huerto de tomates que el hombre cultivaba.  El perro lanudo ya se les había muerto.  El hombre había sido hasta hace poco un sesentón vigoroso, de paso firme y voz bien templada, pero la enfermedad de su mujer lo fue opacando.  Ella tenía unos ojos diáfanos y azules y había sido muy hermosa en su juventud.  Hasta el verano pasado aún la veíamos pasear del brazo de su marido por la plaza, haciendo girar su parasol de encajes.  Después, sólo a él. Apresurado cruzaba las calles, a la panadería o a la tienda, y ya no se detenía a tomar un anís con soda en el bar como antes.
  Al comienzo de la primavera el hombre entró una vez más al bar del pueblo.  Acodado al mostrador pidió una copa de anís con su voz de antaño.   Tres se tomó ese día.  Llevaba una camisa muy bien planchada del color azul cielo de los ojos de ella, y al irse atravesó la plaza con paso firme.  Diríase que su mujer había recobrado la salud.
   Dos días después los hombres del camión de recogido de basura se extrañaron de encontrar el recipiente vacío y uno de ellos, criador de aves cantoras, notó el silencio del canario, siendo ya primavera.  Al verlo muerto en su jaula sobre la baranda del balcón alertaron a la Guardia Civil.
   Ella estaba en su cama muy bien compuesta como si durmiera, pero tenía los ojos azules abiertos.  La almohada con que la había sofocado su marido enmarcaba ahora su frágil cabeza como una nube.  El pendía de una viga del techo, ahorcado con su propio cinturón.  Los pantalones se le habían escurrido hasta los pies y colgaba en calzoncillos. Su carne, que ya comenzaba a pudrirse, se empinaba todavía bajo la tela en una última erección.
   Suele suceder con los ahorcados, afirmó el secretario de actas del Juzgado pidiendo un anís con soda en el bar del pueblo.
 FIN


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