Era una breve noticia en la sección de sucesos policiales, pero me llamó la atención por el estilo en que estaba escrita. Se trataba de un doble suicidio o de un
asesinato y suicidio --por amor,
afirmaba el titular. Un matrimonio de ancianos
fue encontrado muerto en su residencia por los empleados municipales del
recogido de basura en una pequeña ciudad de provincia. El hombre pendía de una viga del techo,
ahorcado con su propio cinturón; la mujer yacía sin vida en la cama
matrimonial. La autopsia reveló que había
muerto por sofocación, con la almohada
probablemente, pero el cadáver estaba dispuesto sobre el lecho con amoroso
cuidado. La blanca cabellera enmarcaba
el rostro de la anciana como la corola de una flor, escribía el cronista policial, delatando una frustrada
vocación literaria.
Recorté el artículo y lo guardé junto
a la entrevista con el doble de Sadam
Hussein, que también me llamó la
atención esa mañana de domingo, en el
cartapacio donde suelo almacenar la
miscelánea que se me va presentando día a día y que de alguna manera habrá de servirme, pienso, para mis futuros
proyectos de escritura. En general, nunca uso nada de esa basura, ni siquiera
la releo, y cuando lo hago ya no sé por
qué se me ocurrió guardar esos recortes. Fuera del contexto del momento de su lectura, casi siempre carecen
de todo interés. Es durante mis períodos
de inacción literaria –que son los más, debo confesar, nunca pude convertir a
mi escritura en una respiración cotidiana—cuando mayor cantidad de basura
guardo. Quiero pensar en estos
angustiosos lapsos de inactividad externa como necesarios ciclos de acumulación
de energía y creatividad, a la manera de los ratones que construyen sus nidos
con papeles triturados para parir sus crías.
Ahora que escribo esto de los ratones recuerdo que en
medio de mi segunda ruptura matrimonial me transporté a la época de mi primera ruptura (así
funcionan los vericuetos de la memoria), cuando en efecto descubrí un nido de
ellos debajo del fregadero de la cocina en el minúsculo apartamento de la Calle
del Cristo en el Viejo San Juan donde vivía en aquél tiempo. Estaba hecho con las tiras deshilachas de las páginas de mi próxima novela en gestación y al
desbaratar el nido con el mango del plumero pude reconocer los restos de mis
palabras trituradas por los dientecillos de la ratona, en pleno proceso de
gestación ella también. Lo de recortar artículos y guardarlos en una carpeta puede convertirse en una verdadera obsesión,
que desarrollo cuando quiero contar una historia y no puedo. Entonces leo incansablemente, recorto y
guardo, pero es por evadir el momento de
parir ratoncitos.
Acabado de guardar el artículo del suicidio por amor de la pareja de viejos, me entró la
devastadora sospecha de esta segunda posibilidad. ¿Qué podría posiblemente tener que ver esta
noticia con los caminos que yo estaba buscando dentro mío para contar mi
historia? Necesitaba un acto de fe ciega
para validarme en la convicción de que sí tenía que ver; de que, misteriosamente, aquella breve
noticia me estaba indicando un camino para la historia que quería contar y no
podía. De modo que me senté frente a la
Olivetti que tenía en aquel entonces y la escribí, triturando yo también las
palabras originales del recorte de prensa entre mis dientecillos, como había
hecho la ratita con las mías para construir su nido. Este micro-relato fue el
resultado:
Anís con soda
Ella le llevaba doce años, pero los
dos eran viejos y se amaban como si no tuvieran edad o acabaran de nacer a la
vida. Vivían solos en una casa con
balcón en un pueblo cercano a una ciudad de provincia y tenían un canario y un
huerto de tomates que el hombre cultivaba.
El perro lanudo ya se les había muerto.
El hombre había sido hasta hace poco un sesentón vigoroso, de paso firme
y voz bien templada, pero la enfermedad de su mujer lo fue opacando. Ella tenía unos ojos diáfanos y azules y
había sido muy hermosa en su juventud.
Hasta el verano pasado aún la veíamos pasear del brazo de su marido por
la plaza, haciendo girar su parasol de encajes.
Después, sólo a él. Apresurado cruzaba las calles, a la panadería o a la
tienda, y ya no se detenía a tomar un anís con soda en el bar como antes.
Al comienzo de la primavera el hombre entró una vez más al bar del pueblo. Acodado al mostrador pidió una copa de anís
con su voz de antaño. Tres se tomó ese
día. Llevaba una camisa muy bien
planchada del color azul cielo de los ojos de ella, y al irse atravesó la plaza
con paso firme. Diríase que su mujer
había recobrado la salud.
Dos días después los hombres del camión de recogido de basura se
extrañaron de encontrar el recipiente vacío y uno de ellos, criador de aves
cantoras, notó el silencio del canario, siendo ya primavera. Al verlo muerto en su jaula sobre la baranda
del balcón alertaron a la Guardia Civil.
Ella estaba en su cama muy bien compuesta como si durmiera, pero tenía
los ojos azules abiertos. La almohada
con que la había sofocado su marido enmarcaba ahora su frágil cabeza como una
nube. El pendía de una viga del techo,
ahorcado con su propio cinturón. Los
pantalones se le habían escurrido hasta los pies y colgaba en calzoncillos. Su
carne, que ya comenzaba a pudrirse, se empinaba todavía bajo la tela en una última
erección.
Suele suceder con los ahorcados, afirmó el secretario de actas del
Juzgado pidiendo un anís con soda en el bar del pueblo.
FIN
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