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domingo, 26 de octubre de 2014

EL DOLOR DE SER VARON







(Han pasado más de veinte años de este episodio y la guerra en el frente doméstico sigue. Aquí va  este viejo “refrito”, apenas modificado. Al final incluyo un sitio web para una puesta al día de aquel sangriento sainete, protagonizado por el matrimonio Lorena Gallo / John Wayne Bobbitt)






   Escribo esto y pienso en Bobbitt, naturalmente, en el pene de Bobbitt hoy reimplantado y escarmentado para siempre.  Para los escritores, que nos pasamos la vida buscando metáforas y detalles que signifiquen, éste es un verdadero festín.  En realidad es casi demasiado, tal vez no haya ficción que aguante tanta carga metafórica como la que encierra el pene cercenado de Bobbitt ---cuyo nombre de pila es, por añadidura, nada menos que ¡John Wayne!
   Por un lado está la dimensión apocalíptica del asunto. Yahvé en voice over tronando desde los cielos:  “Con el dolor de tu pene amputado pagarás por tu machismo”, a modo de un improbable corolario de reivindicación feminista por aquello de “por tu esposo será tu deseo y él te dominará”.  (¿El viejo Yahvé de pronto unisex acaso?)
   O la dimensión doméstica y hogareña: Lorena, Cenicienta constantemente vejada y fornicada contra su voluntad y contra natura, se rebela. Toma el cuchillo de cocina, el mismo que blande mansamente cada día para la cebolla, el ajicito dulce, al cilantrillo aromoso…y ¡zas!
  Acaso la mutilación fue un acto de oscuro amor, como en aquella película japonesa basada en hechos verídicos In the realm of the senses. Después de todo, Lorena se llevó consigo el trofeo sangrante (¿trofeo o emblema de amor eterno?), igual que en la película. O bien una variante latinoamericana de ese oscuro amor, el tan conocido “¡mía o de nadie!” entonado por muy machas gargantas en incontables boleros y corridos, esta vez trastocado en “mío” en la loca conciencia hembrista de Lorena.
   La versión más delirante de una verdad posible la escuché de mi mecánico mientras  esperaba a que acabara de trastear con el motor de mi carro.  Lorena se lo habría cortado por despecho  --pero no por el que dicen, de las otras amantes de Bobbitt, sino porque el miembro de marras no lograba satisfacerla.  Lorena, boa constrictor insaciable, dentada vagina comemachos, se lo cortó por inservible.  El notable cambiatuercas daba esta versión desde debajo del  automóvil que estaba despanzurrando, lleno de aceite y estereotipos mentales:  “¿Tú no ves que ella es latina, brodel?”, preguntaba retórico.  ¡El del americano no le hacía ni cosquillas!”
   ¿Dónde está entonces la Verdad? Sólo podemos imaginarla --como abstracción que es-- porque la verdad verdadera está probablemente desparramada por todas estas versiones posibles.  El jurado que absolvió a Lorena eligió una de éstas ---la demencia temporera--- y la convirtió en su verdad.  Pero a un novelista, por ejemplo, dado a profundizar en la complejidad de los actos humanos,  esta versión no le sirve –como no le sirve ninguna de las otras tampoco en exclusiva.  Todas estas lapidarias explicaciones en blanco y negro son otras tantas formas mutiladas de la realidad que ---como el pene cercenado de Bobbitt—aluden a un “corpus” mayor infinitamente más complejo, donde adquieren su sentido.  Las huellas de la verdad están en los detalles, en los hechos nimios que constituyen el tejido mismo de la vida.  Las epifanías, los grandes gestos, son el clímax, la eclosión súbita de una correlación de fuerzas tan enormemente compleja que habría que rastrear sus raíces primarias en los mitos fundacionales de nuestro ser colectivo.  Aproximarse a algún tipo de verdad conllevaría entonces una deconstrucción, el minucioso y perverso desmontaje del gran gesto cargado de significación para llegar de vuelta al  barro primigenio de la vida.
   Importan los detalles.  ¿Cómo se guía un automóvil con un pene cortado en la mano?  Hacerlo con uno sin cortar es cosa de todos los días, pero con un despojo sangrante no adherido a cuerpo alguno…   ¿Dónde dejarlo cuando se pasan los cambios o se busca embocar a oscuras la llave en el encendido?  ¿En la guantera?  ¿Sobre el panel?  Lorena declaró habérselo llevado en la mano –inadvertidamente, por así decir.  ¿Lo llevaba agarrado todo el tiempo o lo iba soltando y recobrando, antes de tirarlo definitivamente por la ventanilla?  Si afirmativo a lo segundo, nos viene a la mente la imagen de una mujer guiando como si lo hiciera con una cerveza abierta en la mano.  Ya vamos progresando
   Después, el momento de arrojarlo.  ¿Cómo fue?  ¿Cómo habrá sido?  Hacía frío esa noche, por lo que suponemos que ella llevaba los cristales subidos; en algún momento tuvo que bajarlos.  ¿Detuvo el automóvil o arrojó el pene a la noche en plena marcha?  ¿Lo dejó deslizarse de entre sus dedos ensangrentados como una banana semipodrida?  O por el contrario, lo arrojó con furia como se tira una botella para que se haga añicos.  Si lo primero, ¿fue un gesto lánguido, nostálgico, quizás no exento de belleza?  ¿Sentiría un cierto asco, tal vez?  ¿Tendría su gesto algo de reverencia por el enemigo caído? , ¿de compasión?  Si lo tiró lejos, en cambio, ¿qué expresaba la parábola de ese miembro cercenado volando en la noche?  ¿Triunfo? , ¿rencor? , ¿despecho? , ¿envidia del pene? , ¿sus años de pitcher en las pequeñas ligas de softbol en su Quito natal?
    Y el hombre, Bobbitt, ¿qué hizo?   Tenía que estar durmiendo boca arriba, obviamente, y tal vez medio despatarrado.  Al sentir la mano rebuscona de Lorena se perfila un conato de deseo carnal en su conciencia dormida.  De pronto un vértigo de indescriptible dolor lo arranca del sueño “por do más pecado había”.  ¡Despierta, Bobbitt, que te come la culebra!  Se toca el hombre y no se encuentra.  Creerá que está soñando; sus dedos palpan el vacío allí donde antes estaba él, lo más eminente de su persona masculina vaciándose en la nada por un surtidor de sangre.
   Después del dolor, el primer sentimiento diferenciado en su conciencia tiene que haber sido la sorpresa. ¡¿Dónde está?!  La búsqueda que sigue ya es raciocinio puro.  En medio de la locura de su despertar, el hombre busca con cierto sistema su falo perdido.  Primero bajo la cama, junto a los zapatos ---es la primera reacción cuando se nos pierde algo dormidos.  ¿Y después?  ¿Dónde busca uno, razonablemente, su pene cortado?  Son cosas que no nos enseñan. Yo buscaría el mío en el gabinete del baño, junto al Malox y las aspirinas, no me pregunten por qué.
  
  En múltiples entrevistas le preguntaron a Lorena por qué no había simplemente abandonado a John Wayne Bobbitt en lugar de hacer lo que hizo.  Yo en cambio le preguntaría por qué no lo mató completo, a todo él, en lugar de concentrarse sólo en una parte de su anatomía.  ¿Por qué la parte por el todo?  Entramos aquí de nuevo en el ámbito de la metáfora  ---o de la sinécdoque, me corregirán los puristas— por todo lo que el falo masculino representa, señala y significa en la conciencia ancestral de la comunidad humana.  Aún el más superficial de los vistazos panorámicos a nuestros mitos revela de inmediato una desmesurada carga semántica para este miembro ---de por sí descomplicado y sencillo en su diseño, sin otra versatilidad que la de servir como desagüe de pis a la vez que órgano reproductor, ni gracia más notable que la de ponerse erecto. 
  En algunas religiones de la India el pene es símbolo de trascendencia y continuidad del Principio Vital del Universo, nada menos.  (No el de cualquier varón, entiéndase bien ---y deténgase a tiempo la estampida de package tours a la India milenaria, muchachos.  Tiene que ser el del dios Siva, cuya linga sagrada crea y re-crea, eterna e incansablemente, la infinita multiplicidad del Universo).
   Para los victoriosos ejércitos de la Roma imperial la erección de fálicos obeliscos en puntos neurálgicos de los territorios conquistados era una expresiva manera de alardear que habían clavado al enemigo.  Ya se sabe que los romanos no eran especialmente famosos por la sutileza de su imaginería simbólica.
   Los aztecas, por su parte, convierten al ya agobiado órgano viril en un barroco polichinela, mezcla de pájaro y serpiente: la emplumada boa Quetzalcoatl, que los buenos frailes de la Conquista confundieron con la serpiente edénica y excomulgaron, saltando de un símbolo fálico al otro en una maravillosa maroma de prestidigitación sincrética.
  La simbología católica es más pudorosa en esto de representar al falo, pero igualmente reconocible.  El del Dios Padre se transubstancia en un sagrado Espíritu que penetra a María virgen como un viento juguetón, representado en forma de un blanco palomo.  Causa remota tal vez de uno de los nombres de nuestro pene --el pene mortal, falible, cercenable--: precisamente “pájaro”.  Y quién sabe si también de la curiosa costumbre de la Mafia siciliana de colocar un pajarito en la boca de los soplones ejecutados, forma estilizada de la archiconocida costumbre de castrar al enemigo y meterle su propia genitalia entre los dientes. ¡Ah! ¡maravillosa polisemia de los símbolos! El pájaro en boca por aquello de que “cantó”, a la vez que castración metafórica;  todo esto dentro del marco de imaginería cristiana.  Recordemos que la Mafia es muy católica.


   Algún comentario merece también el del pobre San José, tan bien expresado en el cayado florido que lleva melancólicamente en la mano, premio de consolación para su desdichado pene condenado a florecer en soledad por los siglos de los siglos.  Y el prototipo original, el de Adán, carne sin hueso pudorosamente cubierto por la hoja de parra, encogido de miedo.  No es para menos.  Expuesto día y noche a la mirada inquisitiva del Creador y constantemente bombardeado por el trueno de Su voz,   ¿quién no tiene disfunción eréctil?  A su lado Eva baja la cabeza compungida.  ¿No será toda ella un símbolo fálico también? ¿un apéndice animado hecho de la materia del propio  Adán para su deleite?  Contemplemos de cerca el mito del Jardín de Edén.  En el principio Adán está solo y feliz en el Paraíso, pero se aburre.  “No es bueno que el Hombre esté solo”, reflexiona Nuestro Señor, y hace desfilar frente a él a todos animales de la Creación.  “Mira qué linda esta cabrita, Adán; que elegante esa señora jirafa; qué sexy la gallina aquella.”  Pero  Adán, nada; no le atrae la zoofilia. Como sigue aburrido empieza a tocarse allá abajo.  No hay privacidad ninguna en el Jardín de Edén y enseguida es descubierto. Pero el Creador es comprensivo con el muchacho: después de todo Él también está solo. No será hasta más tarde, cuando ve que Adán empieza a enviciarse, que decide tomar cartas en el asunto. El resto ya se sabe.  Lo duerme con anestesia general,  saca un pedacito de su cuerpo y con esa materia ¡voilá!: “Ahí tienes a Eva para refocilarte con ella y poblar la tierra con tu descendencia”.  El mito nos dice que fue hecha a partir de una costilla, quizás en un sentido figurado. En realidad, si el propósito de la divina intervención quirúrgica fue crear para Adán una compañera sexual a la medida que el muy consentido no pudiera rechazar,  lo lógico hubiera sido un tomar una muestra de otra parte muy distinta de su anatomía  --aquella parte que Adán no cesaba de manosear para paliar su soledad. ¿No sería posible entonces que ¡zas!, como Lorena, le hubiera rebanado unas pulgadas para insuflar aquello de vida y crear así la primera hembra de la especie? Lo que nos habría dejado a los machos es apenas un muñón amputado, ni sombra del prototipo original adánico, condenado para siempre a buscar –como John Wayne Bobbitt—la parte que le falta en la oscuridad.
   Hay en esta libre interpretación del mito edénico algo que resulta medular en cuanto a la pesada carga semántico-simbólica que lastra el miembro masculino.  Me refiero a su personificación, o animalización, si se quiere.  El pene es concebido como un ente hasta cierto punto autónomo y diferenciado del que lo porta –algo así como si lleváramos a un hombrecillo extraño en el calzoncillo que a veces nos grita órdenes por la bragueta, o a algún animalito perverso e incontrolable. ¿Qué hombre no recuerda alguna inoportuna y  embarazosa erección en el momento menos apropiado?  O peor todavía, la falta de ella, que pone en pánico y entredicho nuestra virilidad. No hay en tales caso voluntad que valga.  El incorregible otro yo del varón –duende travieso, bestia incontrolable o marmota dormida—hará siempre lo que (literalmente) le salga de los cojones.  El habla popular recoge muy bien esta desconcertante independencia en los diversos nombres que le asignamos al pene. El ya mencionado “pájaro”, por ejemplo, ave de pico, ave que vuela libre, se asoma cuando quiere, pía plañidero pidiendo alpiste, se remueve a su gusto y gana en la jaula del pantalón. O, en Puerto Rico y el Caribe, “bicho” –según el Diccionario de la RAE “animal; insecto; en tauromaquia dícese del toro de lidia o toro bravo”.  En  lenguaje gauchesco rioplatense “pingo”, otro de sus nombres, es también el caballo.  “¡Mozo jinetazo aijuna! / Capaz de montar un pingo y sofrenarlo en la luna”.  
    La sociedad patriarcal nos enseña que andamos por la vida adheridos a una especie de animalidad incontrolable que en ocasiones se adueña de nuestra voluntad y nos hace  actuar como si no fuéramos nosotros mismos.  Lo aprendemos de las telenovelas, de nuestros amigos y también ---paradójicamente--  de las  mujeres más tradicionales, que tienen internalizado aquello de que “los hombres son así, m’ija” por boca de las madres que las parieron (a ellas y a nosotros).  Esta percepción del impulso sexual masculino como algo irrefrenable le otorga  un cierto grado de impunidad al hombre portador del falo, y no pocas licencias.  En Venezuela, en Puerto Rico, en República Dominicana, se suele bromear a costa del varón que asume “demasiado” seriamente sus responsabilidades de padre y  esposo,  considerado popularmente como un poco “pendejo” y  candidato a “cabrón”.  El verdadero macho tiene que ser algo gamberro y no  ocuparse de cambiar pañales ni ayudar en la cocina.  “Yo no tengo hijos; la que tiene hijos es ella (jejeje)”  Este dudoso chiste machista, que en otras partes del mundo se interpretaría como un doble sentido sobre la paternidad, en Puerto Rico expresa una celebración de esa feliz irresponsabilidad masculina, propia de un eterno adolescente al que se le perdona todo. 
  Nos reencontramos ahora con el pene cortado de John Wayne Bobbitt, que ya parecía extraviado para siempre en las divagaciones de este artículo.  Cuando salió en las noticias, recuerdo mi desazón ante la reacción feroz de muchas de mis amigas, mujeres progresistas  y comprometidas con la lucha por la igualdad de derechos en todos los ámbitos.  “¡Bravo Lorena!”,  “¡Bien hecho mamita!” y “¡Pa’ que aprendan, coño!”, fueron algunas de las jubilosas expresiones con que celebraron la cuchillada en cuestión.  Algún tiempo después leí con asombro (y  algún temor, debo confesar) un artículo en la prensa donde la autora se indignaba por el veredicto de locura temporera que había absuelto a Lorena.  ¡Eso estigmatizaba a las mujeres!  Deberían haberla absuelto a secas, argumentaba, por legítima defensa, como si Bobbitt la hubiera estado encañonando con una pistola 9mm en lugar de su pene a lo largo de los años de su matrimonio.  Sin hijos, sin privaciones económicas, sin cadenas ni cerrojos, ¿por qué no se fue?  Porque él la tenía psicológicamente esclavizada,  controlada emocionalmente –me dicen.  Lorena ya no pudo resistir más la vejación de sentirse sometida por ese hombre, y acabó perdiendo la tabla.
   Es exactamente el mismo argumento que emplea el macho herido –el mal llamado asesino pasional. También él  --dentro de las coordenadas de su troglodita visión de mundo-- se siente esclavizado por esa  mujer que a la que, digamos, ama.  Si ella ha dejado de quererlo, o quiere a otro, o se quiere a sí misma y pretende vivir su vida, él no puede simplemente dejarla.  “La tuve que matar”, confiesa, seguro de la solidaridad masculina de jueces y policías.  ¿Lo justificamos entonces?  ¿Justificamos la barbarie del que mata o mutila porque es incapaz de romper una relación?  Si validamos un acto de venganza los validamos todos.  Elevar la cuchillada de Lorena al pedestal de las reivindicaciones históricas es hacerle un flaco favor a la lucha por la igualdad, porque estaríamos validando aquello mismo que denunciamos.
   Ojalá que este vapuleado fin de siglo no nos encuentre usando calzoncillos de hojalata.  Que así no sea.                  



https://es.noticias.yahoo.com/video/playlist/los-90-national-geographic/los-90-lorena-bobbitt-el-083416620.html

martes, 14 de octubre de 2014

Apuntes




   Era una breve noticia en la sección de sucesos policiales, pero me  llamó la atención  por el estilo en que estaba escrita.  Se trataba de un doble suicidio o de un asesinato y  suicidio --por amor, afirmaba el titular.  Un matrimonio de ancianos fue encontrado muerto en su residencia por los empleados municipales del recogido de basura en una pequeña ciudad de provincia.  El hombre pendía de una viga del techo, ahorcado con su propio cinturón; la mujer yacía sin vida en la cama matrimonial.  La autopsia reveló que había muerto por sofocación, con la  almohada probablemente, pero el cadáver estaba dispuesto sobre el lecho con amoroso cuidado.  La blanca cabellera enmarcaba el rostro de la anciana como la corola de una flor, escribía el  cronista policial, delatando una frustrada vocación literaria.
   Recorté  el artículo y lo guardé junto a la entrevista con el  doble de Sadam Hussein,  que también me llamó la atención esa mañana de domingo,  en el cartapacio  donde suelo almacenar la miscelánea que se me va presentando día a día y que de alguna manera  habrá de servirme, pienso, para mis futuros proyectos de escritura. En general, nunca uso nada de esa basura, ni siquiera la releo, y cuando lo hago ya no sé  por qué se me ocurrió guardar esos recortes. Fuera del contexto del  momento de su lectura, casi siempre carecen de todo interés.  Es durante mis períodos de inacción literaria –que son los más, debo confesar, nunca pude convertir a mi escritura en una respiración cotidiana—cuando mayor cantidad de basura guardo.  Quiero pensar en estos angustiosos lapsos de inactividad externa como necesarios ciclos de acumulación de energía y creatividad, a la manera de los ratones que construyen sus nidos con papeles triturados para parir sus crías.  
  Ahora  que escribo esto de los ratones recuerdo que en medio de mi segunda ruptura matrimonial me transporté  a la época de mi primera ruptura (así funcionan los vericuetos de la memoria), cuando en efecto descubrí un nido de ellos debajo del fregadero de la cocina en el minúsculo apartamento de la Calle del Cristo en el Viejo San Juan donde vivía en aquél tiempo.  Estaba hecho con las tiras deshilachas  de las páginas  de mi próxima novela en gestación y al desbaratar el nido con el mango del plumero pude reconocer los restos de mis palabras trituradas por los dientecillos de la ratona, en pleno proceso de gestación ella también. Lo de recortar artículos y guardarlos en una carpeta  puede convertirse en una verdadera obsesión, que desarrollo cuando quiero contar una historia y no puedo.  Entonces leo incansablemente, recorto y guardo, pero es por evadir  el momento de parir ratoncitos. 
   Acabado de guardar el artículo del suicidio por  amor de la pareja de viejos, me entró la devastadora sospecha de esta segunda posibilidad.  ¿Qué podría posiblemente tener que ver esta noticia con los caminos que yo estaba buscando dentro mío para contar mi historia?  Necesitaba un acto de fe ciega para validarme en la convicción de que sí tenía que ver;  de que, misteriosamente, aquella breve noticia me estaba indicando un camino para la historia que quería contar y no podía.  De modo que me senté frente a la Olivetti que tenía en aquel entonces y la escribí, triturando yo también las palabras originales del recorte de prensa entre mis dientecillos, como había hecho la ratita con las mías para construir su nido. Este micro-relato fue el resultado:

Anís con soda

     Ella le llevaba doce años, pero los dos eran viejos y se amaban como si no tuvieran edad o acabaran de nacer a la vida.  Vivían solos en una casa con balcón en un pueblo cercano a una ciudad de provincia y tenían un canario y un huerto de tomates que el hombre cultivaba.  El perro lanudo ya se les había muerto.  El hombre había sido hasta hace poco un sesentón vigoroso, de paso firme y voz bien templada, pero la enfermedad de su mujer lo fue opacando.  Ella tenía unos ojos diáfanos y azules y había sido muy hermosa en su juventud.  Hasta el verano pasado aún la veíamos pasear del brazo de su marido por la plaza, haciendo girar su parasol de encajes.  Después, sólo a él. Apresurado cruzaba las calles, a la panadería o a la tienda, y ya no se detenía a tomar un anís con soda en el bar como antes.
  Al comienzo de la primavera el hombre entró una vez más al bar del pueblo.  Acodado al mostrador pidió una copa de anís con su voz de antaño.   Tres se tomó ese día.  Llevaba una camisa muy bien planchada del color azul cielo de los ojos de ella, y al irse atravesó la plaza con paso firme.  Diríase que su mujer había recobrado la salud.
   Dos días después los hombres del camión de recogido de basura se extrañaron de encontrar el recipiente vacío y uno de ellos, criador de aves cantoras, notó el silencio del canario, siendo ya primavera.  Al verlo muerto en su jaula sobre la baranda del balcón alertaron a la Guardia Civil.
   Ella estaba en su cama muy bien compuesta como si durmiera, pero tenía los ojos azules abiertos.  La almohada con que la había sofocado su marido enmarcaba ahora su frágil cabeza como una nube.  El pendía de una viga del techo, ahorcado con su propio cinturón.  Los pantalones se le habían escurrido hasta los pies y colgaba en calzoncillos. Su carne, que ya comenzaba a pudrirse, se empinaba todavía bajo la tela en una última erección.
   Suele suceder con los ahorcados, afirmó el secretario de actas del Juzgado pidiendo un anís con soda en el bar del pueblo.
 FIN


sábado, 4 de octubre de 2014

INSULTOS





    ¿Se insultan los animales, nuestros compañeros de planeta y parientes?  

    La respuesta es no –al menos que sepamos.  Tal vez nuestros primos primates sí, pero quién sabe.  Se conoce de una variedad de macacos que al sentirse amenazados usan sus propios excrementos para ahuyentar al intruso (se cagan en la mano y luego te lo arrojan), pero resulta dudoso imaginar que lo hagan a modo de afrenta a la dignidad, como sería el caso entre nosotros.  Lo más probable es que no tengan nada mejor a la mano y si en los árboles crecieran piedras nos lapidarían con ellas gustosos en lugar de embarrarnos de mierda.  O quizás su caca contenga algún repelente ¿quién sabe?  Como el orín de los zorrillos, un arma defensiva muy eficaz.  El caso es que ellos, los animales, no saben  insultar: sólo agreden o se defienden.
  Convengamos entonces que el insulto es otra de nuestras prerrogativas  y exclusividades humanas, como la contaminación ambiental y las tarjetas de crédito :  Homo sapiens, Homo ludens, Homo insultantis  (?).  Aunque para hacerlo empleamos  fundamentalmente las palabras, también nos insultamos mediante una batería de gestos puntuales, más o menos compartidos por las diversas culturas: bofetadas, escupitajos, sacar la  lengua, hacer la peineta, etc. Algunos son tan universales que los representamos en la web con un emotricon.  Es el caso de dar el dedo, el del corazón  (que nada tiene que ver aquí  con esa noble víscera).  Otras variantes de lo mismo son más regionales, como el rotundo “corte de manga” a la italiana y  la muy explícita “higa”, donde el pulgar --obsceno y juguetón--  asoma por entre los intersticios del puño cerrado.  O el gesto a dos manos acompañado de un sonoro YESSSS con el que nuestros jóvenes celebran cualquier triunfo  ---no hay más que mirarlos para entender qué  representa. 
  En esto del significado regional  versus universal,  hay algunas importantes discrepancias de significado cultural que pueden resultar harto peligrosas. Se me ocurre un ejemplo particularmente notable.  Hemos visto en la película “Braveheart” como las huestes de  aguerridos escoceses que luchaban contra el rey Eward  “Longshanks” de Inglaterra  en el  siglo XIII  (resentidos antepasados de los que hoy perdieron el plebiscito de marras) se mofaban del enemigo mostrándole el culo.  Gracias sin duda a la facilidad con que podían alzarse el “kilt”,  inventaron el “mooning”, ese equívoco gesto de agravio que en otros lares constituye una provocación de muy distinta índole.  Más bien una invitación, un convite gay a lo que en la jerga de los servicios  sexuales en la página de clasificados se conoce como “griego”. Fuera de los ámbitos de la cultura anglosajona se debe ejercer mucha cautela con este gesto. Tampoco se aconseja emplearlo en la cárcel --quede advertido Mel Gibson por si alguna vez cae  preso. Aun en la época de Braveheart  dudo mucho que a otro guerrero que no usara falda escocesa  se le hubiera ocurrido jamás desafiar a su enemigo de tan extraño modo  O tal vez sí, pero con otro propósito.  El equivalente para nuestra cultura mediterránea de aquella chunga  masculina sería un gesto, si se quiere, inverso.  El macho de estas menos frígidas regiones  se agarra el paquete con ambas manos, adelanta la mandíbula y lo ofrece a su enemigo con un  golpe de pelvis  a lo Elvis (Presley). ¡Toma de aquí!  Pero jamás se agacha, ni para recoger el jabón.    
  Pero lleguemos por fin a las palabras. Esas armas arrojadizas verbales que lanzamos a los otros para insultar no son meramente actos de agresión o defensa, como sucede en el reino animal; también responden una necesidad de humillar al adversario y  herirlo en su dignidad. Es un acto eminentemente social, como lo es la lengua misma en que se expresa, y para  lograr su objetivo es necesario entendernos.  Tanto el emisor como el receptor – ofensor y ofendido respectivamente--- deben compartir todo un sistema de sobrentendidos más allá de las palabras: una cultura común, requisito indispensable para su eficacia.  Los insultos que intercambiamos a diario con el prójimo resultan inofensivos si éste no comparte el mismo subconsciente colectivo  ---igual que sus hermanos mayores, los maleficios y conjuros de la magia negra  Ya podían los hechiceros de Shaka Zulu lanzar su más poderoso fufú contra las tropas británicas, lo que no impedía que estos siguieran masacrándolos alegremente con el fuego cruzado de sus fusiles de repetición. Así, no tendrá mucho efecto llamar cabrón a un francés o a un escandinavo porque en su cultura la dignidad y el honor masculinos no están dramáticamente ligados a  la fidelidad conyugal de sus consortes ---como sucede en el mundo hispano tradicional, por ejemplo, o el mundo árabe.  A un amigo mío, holandés, de paseo en Puerto Rico, le gritaron “cabrón” desde un coche por ir despistado en la carretera y provocar un tapón.  Cuando le expliqué lo que significaba le hizo mucha gracia. “¡Pero si yo ni siquiera soy casado!” comentó con candorosa ingenuidad.  De igual modo, un insulto chino como cao ni züzöng shibà dai   (maldigo a tus ancestros hasta la décimo-octava generación) caería en el vacío en sociedades con gran movilidad como los Estados Unidos, donde la mayoría de las personas nada más se acuerda de sus familias el día de Thanksgiving y sólo maldice a los ancestros (los suyos propios) si le toca pagar la cuenta del geriátrico.
  Resulta evidente, también, que los insultos necesitan formular algún tipo de blasfemia para tener mordida, y su fuerza dependerá del lugar que ocupe en el imaginario colectivo establecido aquello que se envilece ---lo que cada cultura tenga en más alta estima o por sagrado. Si no fuera España un bastión tradicional de la religión católica, es improbable que los españoles dijeran que se defecan en la Hostia, en Dios o en la Virgen cuando se enfadan. De igual modo, si no estuviera tan valorada la gastronomía en la cultura china, dudo que pudiera existir existir un “taco”  que remita tanto al barroquismo culinario como llamar a alguien ow lun jhew hai (verga de un buey guisado en la vagina de una marrana).   
  Un somero recorrido por los tacos, palabrotas e insultos de uso en diferentes culturas nos brinda una instantánea, en negativo, de su idiosincrasia visceral más profunda  ---así como de algunas de sus peculiaridades y circunstancias.  Propongo enfáticamente su estudio como requisito para el programa de intercambio universitario europeo Erasmus. “PROFANITIES 101”  --en inglés,  lingua franca de nuestros días.
   A continuación van algunas joyas de la inventiva popular, barajadas al azar.  Comenzaré por mi lengua materna, el húngaro o magiar, una lengua no indoeuropea que llegó a Europa alrededor del siglo IX, a caballo.  Este dato es importante por lo que sigue.  El  insulto  más común en mi dulce patria de nacimiento es Lófasz a seggedbe  ---tan común que hasta se abrevia con siglas por escrito--- cuya traducción en lenguaje formal sería  “pene de caballo en tu ano”.  Evidentemente, el pasado ecuestre de aquellos que asolaron la cuenca del Danubio hace más de mil años sigue vivo en el genio de la raza magiar: LFS.
   Cuenta la leyenda que una parte de los invasores siguió hacia el norte y se estableció en lo que hoy es Finlandia.  En suomi kieli, su lengua ugro-fínica  emparentada con el magyar, tampoco faltan palabrotas de grueso calibre que abren pequeñas ventanas a su particular experiencia de pueblo pastor confinado a aquellas heladas latitudes. Le mientan a uno la madre diciendo Altisi nai poroja (que fornica con un reno), y  para mandar a uno “pa’ buen sitio” tienen una expresión  surreal:  Sukski vittuum  (métete esquiando en una vagina).  
  De todas las sorpresas que me deparó mi modesta investigación, sin embargo, ninguna como el caso de los Inuit  (llamados en tiempos de  political incorrectness “esquimales”).  En su lengua, el Inuttitut ¡no existen las palabrotas!  Según el White Bear’s blog, ninguna palabra se considera, en sí misma, tabú o malsonante.  Todas se emplean en forma completamente neutral en la vida cotidiana, reducidas a su pura función denotativa.  Y no es que pequen por omisión. Por el contrario algunas palabras son sumamente elocuentes, más que las nuestras si se quiere.  La palabra “esposa”, por ejemplo, tiene la misma raíz que el verbo copular, fornicar, unirse sexualmente ---y me pregunto si será cierto aquello de que ofrecían la doña a los viajeros como una forma de hospitalidad.  Los Inuit cuando se enfadan en lugar de maldecir recurren a los gestos y a los tonos de voz, no a las palabras.  O si no, los de nueva generación echan mano… ¡al inglés! Unos misioneros preocupados por la contaminación de sus buenas costumbres les sugirieron el esperanto, pero fue en vano.  De todos modos no hubiera hecho una gran diferencia: los jóvenes Inuit estarían diciendo Fiku vin! en lugar de lo que ya sabemos –muy poca imaginación la de los esperantófonos (?)
  En fin, la lista de curiosidades a la hora de decir palabrotas parece interminable y gran parte de ellas se renueva con cada generación. Casi siempre consisten de juegos de palabras y sustituciones metafóricas donde cuyas claves remiten a un determinado imaginario cultural.  Un insulto en chino cantonés es llamarte 250, er bai wu,  la mitad de una antigua unidad de medida equivalente a 500.  O sea, que te falta un hervor y no te enteras, que eres tarado –- half baked en inglés. Otro es llamarte “huevo de tortuga”, Wang bä dàn ---que nada tiene que ver en este caso con la lentitud del quelonio en cuestión.  El insulto se fundamenta en la creencia de que las tortugas se reproducían por generación espontánea; ergo, sus huevos no tienen paternidad conocida o, peor todavía, sus padres son legión.  Ya vemos por dónde va la cosa…  Si le agregamos la salivosa imagen mental que conjura (para los chinos) la cabeza de dicho animal entrando y saliendo de su caparazón, entenderemos la magnitud de la injuria.  A pensárnoslo dos veces, entonces, antes de comprar unas tortuguitas de mascota para nuestros  niños.
  En Brasil piranha es uno de los nombres de la prostituta, como lo era lupa en la antigua Roma  (¿memoria incestuosa de Rómulo y Remo tal vez?), y  giro para los romanos de hoy.  En quechua un pintoresco insulto es “boca de vagina” (shupi simi); en la lengua guaraní de Paraguay mientan de mala manera el pene del jaguar, jaguarembó (hoy en peligro de extinción --el animal completo, no sólo su pene); los japoneses, grandes inventores de palabras específicas, tienen una (que no recuerdo ahora) para el testículo que cuelga más abajo del otro;  en el cockney de London se sustituyen las palabrotas por su rima (merchant banker por wanker, Tom Tit  por shit); en húngaro ensartan largas imágenes blasfematorias en poética sucesión, Verje az Isten a csillag szóró faszát a kurva anyád büdos gecis picsájába (translation not availabe);  las lenguas germánicas se ensañan con el orificio anal (arschloch/asshole y variantes) mientras el francés todo lo resuelve con un escueto con -- a menos que en un arranque de lirismo se decida por espece de branleur de chiens morts o cuillon de la lune
  “Vistos de cerca, todos somos raros.”  Esta memorable sentencia de Vinicius de Moraes que no me canso de repetir me viene aquí como anillo al dedo.   No hace falta salir del ámbito de la propia lengua para toparse con un tesoro inagotable  de pintorescas rarezas,  grandes equívocos y colosales metidas de pata.  Al llegar a Puerto Rico me tuve que acostumbrar a que “bicho” es palabra tabú, jamás empleada para designar insectos; así como mi suegra puertorriqueña, de visita en Argentina, se tuvo que olvidar de “coger”.  Y también de su nombre, porque se llamaba Concha.  La hora, si no es en punto, pierde en Chile su “pico”, y te preguntan “¿cachai?” para saber si comprendiste, a menos que seas peruano y entendieras que significa lo mismo que en México “chingar”, que a su vez sólo quiere decir “errar,  no dar en el blanco” en Argentina, donde ya hemos visto que una chica no puede llamarse Concha, ni siquiera Chacón de apellido porque los porteños hablan al “vesre”.  “Cojudo” es valiente en el Rio de la Plata y un feo insulto en la región andina; nada significa en el Caribe --donde en cambio “guagua” es autobús, que a su vez  significa” bebé” en amplias zonas lingüísticas donde “coger” se dice para lo que ya sabemos. En ellas “coger la guagua” ya sería una aberración incalificable.  Jamás pidas una batida de papaya en Cuba ---te traerán a una jinetera-- ni jugo de china ni capullos en España, aunque sean de alhelí; ni bolsas ni bollos en República Dominicana, ni te tires de clavado en Venezuela. ¡Ah! y si te mandan “a hacer puñetas”, fíjate bien en qué lado del Atlántico estás.
  ¿Adónde queremos llegar con todo esto?  Ya no lo sé.  Pienso que a pesar de tantísima diversidad de palabrotas en el mundo, en el fondo todo gira con monotemática insistencia en torno a unos pocos elementos, como un leitmov de carrillón. Básicamente: blasfemias religiosas; excrecencias, sexo y partes del cuerpo relacionadas; degradación de lo femenino. El panorama es desolador, no por lo poco imaginativo, sino porque pone en evidencia lo poco que hemos cambiado.  Si nos dejamos llevar por lo que dicen de nosotros los insultos, no existe en el mundo una cultura que no aplique el binomio vencedor/vencido para pensar la relación sexual humana. Joder es una cosa y que te jodan es lo contrario, aquí y en la China, ahora y siempre.  Nuestro primitivo cerebro reptiliano sigue vigente y a la primera de cambio se manifiesta en toda su fealdad.  ¿Por qué si no la ineludible recurrencia del insulto a la madre en todas las culturas?  Ser hijo de la que todos los hombres usan sexualmente envilece más allá de la invención de la propiedad privada que dijo Engels.  Envilece porque  convierte al hijo en partícipe de esa suprema degradación que significa --en lo profundo de las tinieblas de nuestra humana condición-- ser penetrado.   Penetrar sigue siendo el reclamo del triunfador, como bien lo sabían los generales romanos que erigían fálicos obeliscos en los territorios sometidos por las armas.  Insultar --como hacer la guerra—parece ser cosa de hombres.  Las  mujeres también insultan, como no, pero con expresiones prestadas del vocabulario masculino.  Mucho mejor dotadas para las destrezas lingüísticas (las niñas hablan antes y mejor que los niños), no han desarrollado, sin embargo, un lenguaje femenino propio para decir tacos.  Podían haberlo hecho ---de igual modo que inventaron el onnarasshii, o “lengua de mujeres” japonés-- pero eligieron dejar a los hombres esta pueril parcela de la estupidez humana.
  Sirva de consuelo una reflexión final.  En última instancia ---y por más que ricemos el rizo-- hasta los más alambicados insultos, tacos, blasfemias, injurias y maldiciones están destinados a vaciarse de significado.  Recuerdo a mis alumnos, estudiantes universitarios en Puerto Rico, cuando les pedía que me dieran la definición de “coño” y “carajo”, palabras que salpimentaban constantemente su conversación.  No tenían ni idea; sólo sabían que usarlas era mala educación.  En raras ocasiones alguno todavía conocía el significado de la primera, por haber viajado o leído novelas de otros lares, pero ya en el caso de la segunda el consenso de ignorancia era total.  Los más esforzados insistían en que “carajo” era un archipiélago de remotas islas en la costa de África ---el lugar donde iba uno cuando lo mandaban “pal carajo”.  Yo les explicaba que era un arcaísmo del castellano antiguo para el miembro viril, hoy convertido en exabrupto; que la lengua portuguesa seguía usándolo: o caralho. No me creían  ---ni ellos ni mis compañeros profesores.   Con esto no quiero decir que fueran brutos ni nada por el estilo, sólo pretendo ilustrar hasta qué punto se vacían de significado las “malas palabras”.  De hecho, basta traducirlas a otro idioma o un registro más formal para que recobren su significado semántico original y caigamos en cuenta de que no son otra cosa que iconos emotivos, simples botones de rabia para ser pulsados y desencadenar una reacción.  A lo mejor algún día ya no harán falta y llegaremos, tal vez,  al blanco impoluto de la lengua Inittitut.