(Han pasado más de veinte años de este episodio y la guerra en
el frente doméstico sigue. Aquí va este
viejo “refrito”, apenas modificado. Al final incluyo un sitio web para una
puesta al día de aquel sangriento sainete, protagonizado por el matrimonio Lorena
Gallo / John Wayne Bobbitt)
Escribo esto y pienso en Bobbitt, naturalmente, en el pene
de Bobbitt hoy reimplantado y escarmentado para siempre. Para los escritores, que nos pasamos la vida
buscando metáforas y detalles que signifiquen,
éste es un verdadero festín. En realidad
es casi demasiado, tal vez no haya ficción que aguante tanta carga metafórica
como la que encierra el pene cercenado de Bobbitt ---cuyo nombre de pila es,
por añadidura, nada menos que ¡John Wayne!
Por un lado está la dimensión apocalíptica del
asunto. Yahvé en voice over tronando
desde los cielos: “Con el dolor de tu
pene amputado pagarás por tu machismo”, a modo de un improbable corolario de
reivindicación feminista por aquello de “por tu esposo será tu deseo y él te
dominará”. (¿El viejo Yahvé de pronto unisex acaso?)
O la dimensión
doméstica y hogareña: Lorena, Cenicienta constantemente vejada y fornicada
contra su voluntad y contra natura, se rebela. Toma el cuchillo de cocina, el
mismo que blande mansamente cada día para la cebolla, el ajicito dulce, al
cilantrillo aromoso…y ¡zas!
Acaso la mutilación
fue un acto de oscuro amor, como en aquella película japonesa basada en hechos
verídicos In the realm of the senses. Después de todo, Lorena se llevó consigo el trofeo sangrante
(¿trofeo o emblema de amor eterno?), igual que en la película. O bien una
variante latinoamericana de ese oscuro amor, el tan conocido “¡mía o de nadie!”
entonado por muy machas gargantas en incontables boleros y corridos, esta vez
trastocado en “mío” en la loca conciencia hembrista de Lorena.
La versión más
delirante de una verdad posible la escuché de mi mecánico mientras esperaba a que acabara de trastear con el
motor de mi carro. Lorena se lo habría
cortado por despecho --pero no por el
que dicen, de las otras amantes de Bobbitt, sino porque el miembro de marras no
lograba satisfacerla. Lorena, boa
constrictor insaciable, dentada vagina comemachos, se lo cortó por inservible. El notable cambiatuercas daba esta versión desde
debajo del automóvil que estaba
despanzurrando, lleno de aceite y estereotipos mentales: “¿Tú no ves que ella es latina, brodel?”,
preguntaba retórico. ¡El del americano
no le hacía ni cosquillas!”
¿Dónde está entonces
la Verdad? Sólo podemos imaginarla --como
abstracción que es-- porque la verdad verdadera está probablemente desparramada
por todas estas versiones posibles. El
jurado que absolvió a Lorena eligió una de éstas ---la demencia temporera--- y
la convirtió en su verdad. Pero a un novelista, por ejemplo, dado a
profundizar en la complejidad de los actos humanos, esta versión no le sirve –como no le sirve
ninguna de las otras tampoco en exclusiva.
Todas estas lapidarias explicaciones en blanco y negro son otras tantas
formas mutiladas de la realidad que ---como el pene cercenado de Bobbitt—aluden
a un “corpus” mayor infinitamente más complejo, donde adquieren su
sentido. Las huellas de la verdad están
en los detalles, en los hechos nimios que constituyen el tejido mismo de la
vida. Las epifanías, los grandes gestos,
son el clímax, la eclosión súbita de una correlación de fuerzas tan enormemente
compleja que habría que rastrear sus raíces primarias en los mitos
fundacionales de nuestro ser colectivo.
Aproximarse a algún tipo de verdad conllevaría entonces una deconstrucción, el minucioso y perverso desmontaje
del gran gesto cargado de significación para llegar de vuelta al barro primigenio de la vida.
Importan los
detalles. ¿Cómo se guía un automóvil con
un pene cortado en la mano? Hacerlo con
uno sin cortar es cosa de todos los días, pero con un despojo sangrante no
adherido a cuerpo alguno… ¿Dónde
dejarlo cuando se pasan los cambios o se busca embocar a oscuras la llave en el
encendido? ¿En la guantera? ¿Sobre el panel? Lorena declaró habérselo llevado en la mano –inadvertidamente,
por así decir. ¿Lo llevaba agarrado todo
el tiempo o lo iba soltando y recobrando, antes de tirarlo definitivamente por
la ventanilla? Si afirmativo a lo
segundo, nos viene a la mente la imagen de una mujer guiando como si lo hiciera
con una cerveza abierta en la mano. Ya
vamos progresando
Después, el momento
de arrojarlo. ¿Cómo fue? ¿Cómo habrá sido? Hacía frío esa noche, por lo que suponemos
que ella llevaba los cristales subidos; en algún momento tuvo que bajarlos. ¿Detuvo el automóvil o arrojó el pene a la
noche en plena marcha? ¿Lo dejó
deslizarse de entre sus dedos ensangrentados como una banana semipodrida? O por el contrario, lo arrojó con furia como
se tira una botella para que se haga añicos.
Si lo primero, ¿fue un gesto lánguido, nostálgico, quizás no exento de
belleza? ¿Sentiría un cierto asco, tal
vez? ¿Tendría su gesto algo de reverencia
por el enemigo caído? , ¿de compasión?
Si lo tiró lejos, en cambio, ¿qué expresaba la parábola de ese miembro
cercenado volando en la noche? ¿Triunfo?
, ¿rencor? , ¿despecho? , ¿envidia del pene? , ¿sus años de pitcher en las pequeñas ligas de softbol
en su Quito natal?
Y el hombre,
Bobbitt, ¿qué hizo? Tenía que estar
durmiendo boca arriba, obviamente, y tal vez medio despatarrado. Al sentir la mano rebuscona de Lorena se
perfila un conato de deseo carnal en su conciencia dormida. De pronto un vértigo de indescriptible dolor
lo arranca del sueño “por do más pecado había”.
¡Despierta, Bobbitt, que te come la culebra! Se toca el hombre y no se encuentra. Creerá que está soñando; sus dedos palpan el
vacío allí donde antes estaba él, lo más eminente de su persona masculina
vaciándose en la nada por un surtidor de sangre.
Después del dolor,
el primer sentimiento diferenciado en su conciencia tiene que haber sido la
sorpresa. ¡¿Dónde está?! La búsqueda que
sigue ya es raciocinio puro. En medio de
la locura de su despertar, el hombre busca con cierto sistema su falo perdido. Primero bajo la cama, junto a los zapatos
---es la primera reacción cuando se nos pierde algo dormidos. ¿Y después?
¿Dónde busca uno, razonablemente, su pene cortado? Son cosas que no nos enseñan. Yo buscaría el
mío en el gabinete del baño, junto al Malox y las aspirinas, no me pregunten
por qué.
En múltiples
entrevistas le preguntaron a Lorena por qué no había simplemente abandonado a
John Wayne Bobbitt en lugar de hacer lo que hizo. Yo en cambio le preguntaría por qué no lo mató
completo, a todo él, en lugar de concentrarse sólo en una parte de su
anatomía. ¿Por qué la parte por el
todo? Entramos aquí de nuevo en el
ámbito de la metáfora ---o de la
sinécdoque, me corregirán los puristas— por todo lo que el falo masculino
representa, señala y significa en la conciencia ancestral de la comunidad
humana. Aún el más superficial de los
vistazos panorámicos a nuestros mitos revela de inmediato una desmesurada carga
semántica para este miembro ---de por sí descomplicado y sencillo en su diseño,
sin otra versatilidad que la de servir como desagüe de pis a la vez que órgano
reproductor, ni gracia más notable que la de ponerse erecto.
En algunas
religiones de la India el pene es símbolo de trascendencia y continuidad del
Principio Vital del Universo, nada menos.
(No el de cualquier varón, entiéndase bien ---y deténgase a tiempo la
estampida de package tours a la India
milenaria, muchachos. Tiene que ser el
del dios Siva, cuya linga sagrada
crea y re-crea, eterna e incansablemente, la infinita multiplicidad del
Universo).
Para los
victoriosos ejércitos de la Roma imperial la erección de fálicos obeliscos en puntos
neurálgicos de los territorios conquistados era una expresiva manera de
alardear que habían clavado al
enemigo. Ya se sabe que los romanos no
eran especialmente famosos por la sutileza de su imaginería simbólica.
Los aztecas, por su
parte, convierten al ya agobiado órgano viril en un barroco polichinela, mezcla
de pájaro y serpiente: la emplumada boa Quetzalcoatl, que los buenos frailes de
la Conquista confundieron con la serpiente edénica y excomulgaron, saltando de
un símbolo fálico al otro en una maravillosa maroma de prestidigitación
sincrética.
La simbología
católica es más pudorosa en esto de representar al falo, pero igualmente
reconocible. El del Dios Padre se
transubstancia en un sagrado Espíritu que penetra a María virgen como un viento
juguetón, representado en forma de un blanco palomo. Causa remota tal vez de uno de los nombres de
nuestro pene --el pene mortal, falible, cercenable--: precisamente
“pájaro”. Y quién sabe si también de la
curiosa costumbre de la Mafia siciliana de colocar un pajarito en la boca de
los soplones ejecutados, forma estilizada de la archiconocida costumbre de
castrar al enemigo y meterle su propia genitalia entre los dientes. ¡Ah!
¡maravillosa polisemia de los símbolos! El pájaro en boca por aquello de que “cantó”,
a la vez que castración metafórica; todo
esto dentro del marco de imaginería cristiana. Recordemos que la Mafia es muy católica.
Algún comentario
merece también el del pobre San José, tan bien expresado en el cayado florido
que lleva melancólicamente en la mano, premio de consolación para su desdichado
pene condenado a florecer en soledad por los siglos de los siglos. Y el prototipo original, el de Adán, carne sin
hueso pudorosamente cubierto por la hoja de parra, encogido de miedo. No es para menos. Expuesto día y noche a la mirada inquisitiva
del Creador y constantemente bombardeado por
el trueno de Su voz, ¿quién no tiene disfunción eréctil? A su lado Eva baja la cabeza compungida. ¿No será toda ella un símbolo fálico también?
¿un apéndice animado hecho de la materia del propio Adán para su deleite? Contemplemos de cerca el mito del Jardín de
Edén. En el principio Adán está solo y
feliz en el Paraíso, pero se aburre. “No
es bueno que el Hombre esté solo”, reflexiona Nuestro Señor, y hace desfilar
frente a él a todos animales de la Creación.
“Mira qué linda esta cabrita, Adán; que elegante esa señora jirafa; qué
sexy la gallina aquella.” Pero Adán, nada; no le atrae la zoofilia. Como sigue
aburrido empieza a tocarse allá abajo. No
hay privacidad ninguna en el Jardín de Edén y enseguida es descubierto. Pero el
Creador es comprensivo con el muchacho: después de todo Él también está solo. No
será hasta más tarde, cuando ve que Adán empieza a enviciarse, que decide tomar
cartas en el asunto. El resto ya se sabe.
Lo duerme con anestesia general,
saca un pedacito de su cuerpo y con esa materia ¡voilá!: “Ahí tienes a Eva para refocilarte con ella y poblar la
tierra con tu descendencia”. El mito nos
dice que fue hecha a partir de una costilla,
quizás en un sentido figurado. En realidad, si el propósito de la divina
intervención quirúrgica fue crear para Adán una compañera sexual a la medida que
el muy consentido no pudiera rechazar,
lo lógico hubiera sido un tomar una muestra de otra parte muy distinta
de su anatomía --aquella parte que Adán
no cesaba de manosear para paliar su soledad. ¿No sería posible entonces que
¡zas!, como Lorena, le hubiera rebanado unas pulgadas para insuflar aquello de
vida y crear así la primera hembra de la especie? Lo que nos habría dejado a
los machos es apenas un muñón amputado, ni sombra del prototipo original
adánico, condenado para siempre a buscar –como John Wayne Bobbitt—la parte que
le falta en la oscuridad.
Hay en esta libre
interpretación del mito edénico algo que resulta medular en cuanto a la pesada carga
semántico-simbólica que lastra el miembro masculino. Me refiero a su personificación, o animalización,
si se quiere. El pene es concebido como
un ente hasta cierto punto autónomo y diferenciado del que lo porta –algo así
como si lleváramos a un hombrecillo extraño en el calzoncillo que a veces nos
grita órdenes por la bragueta, o a algún animalito perverso e incontrolable.
¿Qué hombre no recuerda alguna inoportuna y embarazosa erección en el momento menos
apropiado? O peor todavía, la falta de
ella, que pone en pánico y entredicho nuestra virilidad. No hay en tales caso
voluntad que valga. El incorregible otro yo del varón –duende travieso,
bestia incontrolable o marmota dormida—hará siempre lo que (literalmente) le salga de los cojones. El habla popular recoge muy bien esta
desconcertante independencia en los diversos nombres que le asignamos al pene.
El ya mencionado “pájaro”, por ejemplo, ave de pico, ave que vuela libre, se
asoma cuando quiere, pía plañidero pidiendo alpiste, se remueve a su gusto y
gana en la jaula del pantalón. O, en Puerto Rico y el Caribe, “bicho” –según el
Diccionario de la RAE “animal; insecto; en tauromaquia dícese del toro de lidia
o toro bravo”. En lenguaje gauchesco rioplatense “pingo”, otro
de sus nombres, es también el caballo.
“¡Mozo jinetazo aijuna! / Capaz de montar un pingo y sofrenarlo en la luna”.
La sociedad patriarcal nos enseña que andamos
por la vida adheridos a una especie de animalidad incontrolable que en ocasiones
se adueña de nuestra voluntad y nos hace actuar como si no fuéramos nosotros
mismos. Lo aprendemos de las telenovelas,
de nuestros amigos y también ---paradójicamente-- de las mujeres más tradicionales, que tienen
internalizado aquello de que “los hombres son así, m’ija” por boca de las
madres que las parieron (a ellas y a nosotros).
Esta percepción del impulso sexual masculino como algo irrefrenable le
otorga un cierto grado de impunidad al
hombre portador del falo, y no pocas licencias. En Venezuela, en Puerto Rico, en República Dominicana,
se suele bromear a costa del varón que asume “demasiado” seriamente sus
responsabilidades de padre y esposo, considerado popularmente como un poco “pendejo”
y candidato a “cabrón”. El verdadero macho tiene que ser algo
gamberro y no ocuparse de cambiar
pañales ni ayudar en la cocina. “Yo no
tengo hijos; la que tiene hijos es ella (jejeje)” Este dudoso chiste machista, que en otras
partes del mundo se interpretaría como un doble sentido sobre la paternidad, en
Puerto Rico expresa una celebración de esa feliz irresponsabilidad masculina,
propia de un eterno adolescente al que se le perdona todo.
Nos reencontramos ahora con el pene cortado de
John Wayne Bobbitt, que ya parecía extraviado para siempre en las divagaciones
de este artículo. Cuando salió en las
noticias, recuerdo mi desazón ante la reacción feroz de muchas de mis amigas,
mujeres progresistas y comprometidas con
la lucha por la igualdad de derechos en todos los ámbitos. “¡Bravo Lorena!”, “¡Bien hecho mamita!” y “¡Pa’ que aprendan,
coño!”, fueron algunas de las jubilosas expresiones con que celebraron la
cuchillada en cuestión. Algún tiempo
después leí con asombro (y algún temor,
debo confesar) un artículo en la prensa donde la autora se indignaba por el
veredicto de locura temporera que había absuelto a Lorena. ¡Eso estigmatizaba a las mujeres! Deberían haberla absuelto a secas,
argumentaba, por legítima defensa, como si Bobbitt la hubiera estado
encañonando con una pistola 9mm en lugar de su pene a lo largo de los años de
su matrimonio. Sin hijos, sin
privaciones económicas, sin cadenas ni cerrojos, ¿por qué no se fue? Porque él la tenía psicológicamente esclavizada, controlada emocionalmente –me dicen. Lorena ya no pudo resistir más la vejación de
sentirse sometida por ese hombre, y acabó perdiendo la tabla.
Es exactamente el
mismo argumento que emplea el macho herido –el mal llamado asesino pasional. También él
--dentro de las coordenadas de su troglodita visión de mundo-- se siente
esclavizado por esa mujer que a la que, digamos,
ama. Si ella ha dejado de quererlo, o
quiere a otro, o se quiere a sí misma y pretende vivir su vida, él no puede
simplemente dejarla. “La tuve que matar”,
confiesa, seguro de la solidaridad masculina de jueces y policías. ¿Lo justificamos entonces? ¿Justificamos la barbarie del que mata o
mutila porque es incapaz de romper una relación? Si validamos un acto de venganza los
validamos todos. Elevar la cuchillada de
Lorena al pedestal de las reivindicaciones históricas es hacerle un flaco favor
a la lucha por la igualdad, porque estaríamos validando aquello mismo que
denunciamos.
Ojalá que este
vapuleado fin de siglo no nos encuentre usando calzoncillos de hojalata. Que así no sea.
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